Exhumar e cremar son palabras que cobran su verdadero
sentido cuando adquieren un nombre propio, y mucho dolor cuando el nombre
pertenece a un ser querido.
Ayer tuve que hacerlo
y en ese momento puede mirar de frente a
la muerte, 29 años quedaron reducidos a nada y yo volví a sentir el dolor de
perder a mi padre, igual que los hice hace tantos años.
Me miré a mi misma parada ahí, frente a su tumba hace 29
años, tan joven, tan inexperta, tan triste. Apenas consciente de lo que sería
la vida sin él, sin su alegría, su protección, sin su risa, su amor y sus brazos. Aquel día, más que despedirme yo
quería gritarle no te vayas papá, nos falta mucho por vivir, mi vida apenas
empieza y no sé qué voy a hacer si ti.
Papi, cómo me hubiera gustado que te hubieras quedado para
acompañarme en mis logros y también en mis derrotas, mis alegrías y tristezas, en mis aciertos y errores. Cómo me
hubiera gustado que me acompañaras a convertirme en la mujer que soy hoy. Pero
la vida corre, vuela, pasan los años, el dolor disminuye y los días se llenan
con el trabajo, la profesión, el matrimonio y los hijos, esos nietos que él nunca conoció
pero que hubiera disfrutado tanto.
El recuerdo ya no duele, o por lo menos eso pensaba hasta
ese día en que tuve que volver a ver su ataúd y más tarde recibir una pequeña
urna con sus cenizas. Lo cierto es que
volví a llorar y sentir el vacío de su ausencia. Lo llevé en mi regazo todo el
camino hacia su nuevo lugar de reposo y más que sostenerlo lo abrazaba, con amor, agradeciendo a la vida por
haberlo tenido un tiempo conmigo, porque su recuerdo y su ejemplo me han acompañado
todos estos años en los que sin él, mi vida ha ocurrido.
Hoy miro hacia atrás, repaso esos 29 años y veo claramente
que aunque mi padre no ha estado físicamente junto a mí, su memoria, su espíritu y su alegría me han acompañado
siempre. Y además de la genética, mi papá me dejó su gusto por la música, su sentido del humor y su risa fácil. Gracias papá.