El tema de los encuentros ha sido
recurrente en mi obra desde hace ya algunos años, y me refiero a todo tipo de encuentros, de amistad, amor, efímeros, duraderos, dolorosos o
alegres. Todo encuentro tiene una
historia detrás y algo que contar, y a veces, bastan unos breves
segundos para que el encuentro con otro marque nuestra vida.
Hace algunos días tuve precisamente uno de
esos momentos que te dejan una huella profunda en el corazón y en este caso, fue alegre, luminosa y dulce.
Desde hace diez años tengo la costumbre de
salir a caminar en la colonia dónde vivo. Lo hago casi a diario y hacerlo es para mí como una
terapia; me relaja, me permite hacer una pausa en mis
actividades, descansar la mente
además de hacer un buen ejercicio físico, ya que son unos cuatro kilómetros en colinas. Me gusta observar
el movimiento en la calle, la gente,
vecinos y sobretodo el
cambio de las estaciones en la luz, las plantas, árboles y flores de la zona.
Desde que empecé con esta rutina en muchas
ocasiones mi paseo coincide con el de un vecino, un muchacho que padece algún
desorden mental, no se cual, que lo mantiene viviendo en su propio mundo, en algún
lugar de su mente al que solo él tiene acceso. Siempre lo acompaña su nana, una
señora madura que lo cuida con cariño. Niño rubio al que en estos años transcurridos he visto crecer, convirtiéndose en un joven alto y apuesto
que camina, corre, ríe, levanta
hojas y flores del suelo, las observa y juega en ese universo que es su propio
pensamiento.
Nuestros caminos se cruzan, y él continúa con sus juegos, pasa mi lado casi sin mirarme o por lo
menos eso pensaba yo. Pero ese día
fue diferente, y la vida me regaló un momento hermoso
para guardar en la memoria y el corazón.
Lo vi a lo lejos jugando como siempre al lado de la nana pero cuando él
me vio acercar, me sonrió y corrió lo metros que nos separaban para abrazarme,
torpemente pero con una inmensa ternura que me sorprendió, me sacudió y me dejó
la sensación de estar flotando. Me
miró sonriendo con esa inocente mirada
suya llena de luz y ternura que transmite paz infinita y después de unos
segundos, cada uno seguimos
nuestro camino y actividades y se alejó despidiéndose moviendo la mano.
Desde luego nunca sabré realmente que causó
que por unos breves momentos él saliera de su mundo para correr a saludarme
pero a mí me iluminó el día y la ternura e inocencia de su abrazo me
acompañaron muchas horas.
Cuántos regalos nos hace la vida así, en
forma inesperada y gratuita. Cuántos momentos felices que muchas veces,
inmersos en la rutina, la prisa y las tareas diarias dejamos pasar sin dar
importancia.
Sin duda alguna aquí y ahora, en el
presente, saboreando cada
momento, disfrutando los regalos
pequeños o grandes que la vida hace, encontramos la felicidad. La gratitud por
la vida, los encuentros, las lecciones y las personas que tocan nuestra
existencia altera e ilumina la perspectiva de lo que vivimos día a día y nos llena de memorias entrañables.