Leer, es de esas experiencias de la vida que
dejan huella. Cuando leí El Tiempo Entre Costuras de María Dueñas y
más tarde vi la serie en televisión, se removieron los recuerdos archivados en
mi memoria. Yo crecí en el taller de costura de mi mamá. Ahí pasé, junto con mi
hermana, muchísimas horas jugando entre máquinas y maniquíes. Recogíamos alfileres
con un imán atado a una cuerda, desordenábamos las bolsas de retazos buscando
telitas para que las mujeres maravillosas que ahí trabajaban nos hicieran
vestidos para nuestras muñecas. Toña, Cata, Emilia y Ma. Luisa nos fueron
enseñando con cariño y paciencia hasta que pudimos hacer los vestiditos
nosotras mismas.
Pero el recuerdo más entrañable de todos los
que removió el libro fue el de mi madre dirigiendo su taller. Volví a verla
diseñando, atendiendo a las clientas, trabajando a marchas forzadas para
entregar a tiempo un pedido o saliendo por la tarde a comprar material y
rematando la salida con alguna recompensa, un helado en Chiandoni en la colonia Nápoles o unos tacos al pastor en El Tizoncito de la Roma y, sin embargo, no sabía cómo había comenzado esa historia, cómo
y por qué decidió montar un taller de costura. Aprovechando los ratos que ahora
paso con ella, le pedí que me lo contara.
Mi madre siempre fue una pionera, más aún en el
tema laboral porque allá por 1947 pocas señoritas de su entorno trabajaban.
Séptima hija de una familia de trece hermanos, formó parte de la primera
generación de egresadas de bachillerato del colegio Sagrado Corazón. Decidió
entonces estudiar Filosofía y Letras en la universidad de los Jesuitas, más
tarde, la Universidad Iberoamericana. A sus hermanos mayores no les gustó verla
convivir y platicar con sus compañeros de carrera como lo haría cualquier
estudiante, así que convencieron a los abuelos para que no estudiara y dejara
la Facultad. Entonces, sucedió lo que tantas veces sucede en la vida: lo que
pensamos que es un tropiezo grande, es en realidad el comienzo de algo nuevo y
mejor.
El Sears de Insurgentes buscaba señoritas con
buen nivel de educación para varios de sus departamentos. Mamá fue aceptada
como empleada extra los sábados, después como suplente de vacaciones y
finalmente consiguió la plaza de tiempo completo en el departamento de
mercería.
Un día se encontró con su amiga Estela Ortíz de
Montellano quien se iba a casar y buscaba quien la supliera en su puesto de
trabajo en el taller del diseñador Armando Valdés Pesa. La función de mamá era
la atención a la clientela, la coordinación de las costureras y la
administración del taller. Por su parte, Armando, genio creativo, tenía muy
mala relación con sus empleadas. Le era imposible empatar la producción con los
tiempos de entrega y ahí entraba mamá, mediando y haciendo malabares para
mantener la calma y lograr que los pedidos salieran a tiempo. Así y con esa
facilidad suya para relacionarse, se fue ganando el cariño de las costureras y
el respeto del dueño.
En esa época, Valdés Pesa era el diseñador
consentido de las divas del cine y del teatro. Cuenta mamá que Armando decía
que él había enseñado a María Félix a vestir de manera elegante y a firmar con
la letra típica de las alumnas del Sagrado Corazón. Mi mamá ya no la atendió en
el taller pero sí a otras actrices de la época como Kitty de Hoyos y Emma
Arvizu.
A mi madre, delgada y de porte elegante,
siempre le gustó la ropa y por eso, diseñaba modelos que en los ratos libres le
cosía María Andrea, una de las costureras del taller. Desde luego, los modelos
eran distintos a los de Valdés Pesa pero eso sí, con sello personal. Fue ella
una de las primeras diseñadoras en México en hacer vestidos de casimir forrados
como traje sastre, lo que permitía usarlos muy ajustados al cuerpo, sin atentar
contra las costumbres de la época. Recuerda uno en especial, hecho de casimir “ojo de perdíz” de manga tres cuartos, muy
ajustado y de color gris que ella alegraba con una mascada de seda roja. Valdés Pesa no salía del asombro y moría de
curiosidad por saber dónde había comprado ese vestido…
Habían transcurrido tres años desde que entró
al taller de Valdés Pesa cuando al pasar frente a la tienda de Emma Arvizu, La
Espera, vio que el local contiguo estaba desocupado. En ese momento, uno que
recordaría toda la vida, decidió alquilarlo y montar su propio taller. Cuando
comunicó sus planes a la familia, los hermanos pensaron que era una locura pero
su padre la apoyó y fue su cuñado Roberto quien le prestó tres mil pesos para
montar su taller. Llena de sueños, con María Andrea y tres costureras más,
nació CRIS, en Insurgentes Sur 507-C. Sin embargo, había una deuda pendiente
por lo que mamá siguió trabajando con Valdés Pesa mientras mi abuela se hacía
cargo de CRIS. Al año y saldada la deuda, mamá atendía en horario completo su
tienda que, por cierto, tuvo muchas ventas desde el primer día.
Pasaron algunos años, el taller seguía siendo
exitoso, los modelos de mamá se vendían sin dificultad pero el destino daría
otro vuelco. Una mañana se presentó en el taller un vendedor de casimires
ingleses y telas francesas. Era un vasco
alegre que había llegado a México hacía tres años. Se enamoraron y se casaron.
No fue fácil para mi padre entrar a la familia de mi madre. Los abuelos no
estaban convencidos de que su hija se casara con un desconocido pero el
carácter alegre y desenfadado de papá y las investigaciones que lograron realizar
acerca de él, abrieron el camino para que fuese aceptado y hoy puedo aseverar
que fue muy querido en la familia y siempre que lo recuerdan lo hacen con
cariño.
Al casarse, fusionaron sus negocios, surgió así
Cris Saint Michel, S.A. nombre que el negocio conservó hasta su cierre.
Compartir la vida con un europeo representó ventajas importantes pues mi padre
nunca se opuso a que mamá continuara con su taller. Cuando yo nací, dejó la
tienda para los casimires pero mudó el taller a la casa donde mis hermanos y yo
crecimos. Atendía a clientes particulares, a la Boutique de Liverpool y al
Salón Internacional del Palacio de Hierro. Ambos muy conocidos por la calidad
de sus colecciones. Guardo con cariño el recuerdo de cuando la acompañaba a
entregar los pedidos así como el de personas que conocí como Tere Chávez, Emilina, Tere Gómez Urquiza,
Emma Guerra o el señor Huerta de Liverpool.
Tras bambalinas, admiraba los diseños que mi
madre había creado desfilando en pasarela, emocionada y consciente del enorme esfuerzo
que requería organizar un desfile de modas. Desde entonces, el taller se
especializó en vestidos de novia y trajes de coctel.
Mi padre murió pronto, demasiado pronto. Fue el
taller lo que mantuvo a mamá a flote. Pero llegaron los años ochenta y con
ellos, las grandes maquiladoras y las grandes marcas que empezaban a
introducirse en el país… Mamá supo que era momento de cerrar. Los talleres de
moda no podrían competir con la maquila. La época en que la ropa era realmente
exclusiva, donde elegir un vestido implicaba la visita a un taller, plática y
asesoría había concluido.
Han tenido que transcurrir muchos años para
vislumbrar a jóvenes egresados de escuelas de diseño montar talleres propios,
diseñar modelos propios y hacer que la moda mexicana vuelva a pisar las
pasarelas de todo el mundo.
En cuanto a mamá, está físicamente disminuida,
con la mente lúcida y el espíritu indomable que la han acompañado toda la vida.
Muchas veces me ha confesado que está viviendo horas extra y que ya se quiere
ir. Mi respuesta, siempre es la misma: El momento en que te vayas, no depende
de ti y si Dios te tiene aquí, sus razones tendrá.
Para mí, es una alegría tenerla y oírla narrar
los recuerdos de su vida… Sólo puedo pensar
que Cristina de la Parra, mi madre, vivirá siempre entre las mujeres que se
atrevieron a soñar y que hicieron sus sueños realidad.
Aquí dejo un álbum de bocetos realizados a
partir de fotografías de modelos de CRIS, desde 1945 a 1985.
Agradezco profundamente a Maria Paz León Muente
por la realización de los bocetos y a todas las personas que de alguna manera
me ayudaron en la elaboración de este documento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario