Páginas

lunes, 26 de septiembre de 2016

CRIS, Relato de un Sueño


Leer, es de esas experiencias de la vida que dejan huella. Cuando leí El Tiempo Entre Costuras de María Dueñas y más tarde vi la serie en televisión, se removieron los recuerdos archivados en mi memoria. Yo crecí en el taller de costura de mi mamá. Ahí pasé, junto con mi hermana, muchísimas horas jugando entre máquinas y maniquíes. Recogíamos alfileres con un imán atado a una cuerda, desordenábamos las bolsas de retazos buscando telitas para que las mujeres maravillosas que ahí trabajaban nos hicieran vestidos para nuestras muñecas. Toña, Cata, Emilia y Ma. Luisa nos fueron enseñando con cariño y paciencia hasta que pudimos hacer los vestiditos nosotras mismas.

Pero el recuerdo más entrañable de todos los que removió el libro fue el de mi madre dirigiendo su taller. Volví a verla diseñando, atendiendo a las clientas, trabajando a marchas forzadas para entregar a tiempo un pedido o saliendo por la tarde a comprar material y rematando la salida con alguna recompensa, un helado en Chiandoni en la colonia Nápoles o unos tacos al pastor en El Tizoncito de la Roma  y, sin embargo, no sabía cómo había comenzado esa historia, cómo y por qué decidió montar un taller de costura. Aprovechando los ratos que ahora paso con ella, le pedí que me lo contara.

Mi madre siempre fue una pionera, más aún en el tema laboral porque allá por 1947 pocas señoritas de su entorno trabajaban. Séptima hija de una familia de trece hermanos, formó parte de la primera generación de egresadas de bachillerato del colegio Sagrado Corazón. Decidió entonces estudiar Filosofía y Letras en la universidad de los Jesuitas, más tarde, la Universidad Iberoamericana. A sus hermanos mayores no les gustó verla convivir y platicar con sus compañeros de carrera como lo haría cualquier estudiante, así que convencieron a los abuelos para que no estudiara y dejara la Facultad. Entonces, sucedió lo que tantas veces sucede en la vida: lo que pensamos que es un tropiezo grande, es en realidad el comienzo de algo nuevo y mejor.

El Sears de Insurgentes buscaba señoritas con buen nivel de educación para varios de sus departamentos. Mamá fue aceptada como empleada extra los sábados, después como suplente de vacaciones y finalmente consiguió la plaza de tiempo completo en el departamento de mercería.

Un día se encontró con su amiga Estela Ortíz de Montellano quien se iba a casar y buscaba quien la supliera en su puesto de trabajo en el taller del diseñador Armando Valdés Pesa. La función de mamá era la atención a la clientela, la coordinación de las costureras y la administración del taller. Por su parte, Armando, genio creativo, tenía muy mala relación con sus empleadas. Le era imposible empatar la producción con los tiempos de entrega y ahí entraba mamá, mediando y haciendo malabares para mantener la calma y lograr que los pedidos salieran a tiempo. Así y con esa facilidad suya para relacionarse, se fue ganando el cariño de las costureras y el respeto del dueño.

En esa época, Valdés Pesa era el diseñador consentido de las divas del cine y del teatro. Cuenta mamá que Armando decía que él había enseñado a María Félix a vestir de manera elegante y a firmar con la letra típica de las alumnas del Sagrado Corazón. Mi mamá ya no la atendió en el taller pero sí a otras actrices de la época como Kitty de Hoyos y Emma Arvizu.

A mi madre, delgada y de porte elegante, siempre le gustó la ropa y por eso, diseñaba modelos que en los ratos libres le cosía María Andrea, una de las costureras del taller. Desde luego, los modelos eran distintos a los de Valdés Pesa pero eso sí, con sello personal. Fue ella una de las primeras diseñadoras en México en hacer vestidos de casimir forrados como traje sastre, lo que permitía usarlos muy ajustados al cuerpo, sin atentar contra las costumbres de la época. Recuerda uno en especial, hecho de casimir  “ojo de perdíz” de manga tres cuartos, muy ajustado y de color gris que ella alegraba con una mascada de seda roja.  Valdés Pesa no salía del asombro y moría de curiosidad por saber dónde había comprado ese vestido…


Habían transcurrido tres años desde que entró al taller de Valdés Pesa cuando al pasar frente a la tienda de Emma Arvizu, La Espera, vio que el local contiguo estaba desocupado. En ese momento, uno que recordaría toda la vida, decidió alquilarlo y montar su propio taller. Cuando comunicó sus planes a la familia, los hermanos pensaron que era una locura pero su padre la apoyó y fue su cuñado Roberto quien le prestó tres mil pesos para montar su taller. Llena de sueños, con María Andrea y tres costureras más, nació CRIS, en Insurgentes Sur 507-C. Sin embargo, había una deuda pendiente por lo que mamá siguió trabajando con Valdés Pesa mientras mi abuela se hacía cargo de CRIS. Al año y saldada la deuda, mamá atendía en horario completo su tienda que, por cierto, tuvo muchas ventas desde el primer día.

Pasaron algunos años, el taller seguía siendo exitoso, los modelos de mamá se vendían sin dificultad pero el destino daría otro vuelco. Una mañana se presentó en el taller un vendedor de casimires ingleses y  telas francesas. Era un vasco alegre que había llegado a México hacía tres años. Se enamoraron y se casaron. No fue fácil para mi padre entrar a la familia de mi madre. Los abuelos no estaban convencidos de que su hija se casara con un desconocido pero el carácter alegre y desenfadado de papá y las investigaciones que lograron realizar acerca de él, abrieron el camino para que fuese aceptado y hoy puedo aseverar que fue muy querido en la familia y siempre que lo recuerdan lo hacen con cariño.

Al casarse, fusionaron sus negocios, surgió así Cris Saint Michel, S.A. nombre que el negocio conservó hasta su cierre. Compartir la vida con un europeo representó ventajas importantes pues mi padre nunca se opuso a que mamá continuara con su taller. Cuando yo nací, dejó la tienda para los casimires pero mudó el taller a la casa donde mis hermanos y yo crecimos. Atendía a clientes particulares, a la Boutique de Liverpool y al Salón Internacional del Palacio de Hierro. Ambos muy conocidos por la calidad de sus colecciones. Guardo con cariño el recuerdo de cuando la acompañaba a entregar los pedidos así como el de personas que conocí como Tere Chávez, Emilina, Tere Gómez Urquiza, Emma Guerra o el señor Huerta de Liverpool. 
 

 Los años setenta marcaron una nueva etapa en el mundo de la moda. El Palacio de Hierro comenzó a organizar desfiles de novias. Fue en esos eventos en los que mamá participó cuando tuve oportunidad de conocer a otros diseñadores como Cuca Menocal y Manuel Méndez. 
Tras bambalinas, admiraba los diseños que mi madre había creado desfilando en pasarela, emocionada y consciente del enorme esfuerzo que requería organizar un desfile de modas. Desde entonces, el taller se especializó en vestidos de novia y trajes de coctel.

Mi padre murió pronto, demasiado pronto. Fue el taller lo que mantuvo a mamá a flote. Pero llegaron los años ochenta y con ellos, las grandes maquiladoras y las grandes marcas que empezaban a introducirse en el país… Mamá supo que era momento de cerrar. Los talleres de moda no podrían competir con la maquila. La época en que la ropa era realmente exclusiva, donde elegir un vestido implicaba la visita a un taller, plática y asesoría había concluido.

Han tenido que transcurrir muchos años para vislumbrar a jóvenes egresados de escuelas de diseño montar talleres propios, diseñar modelos propios y hacer que la moda mexicana vuelva a pisar las pasarelas de todo el mundo.

En cuanto a mamá, está físicamente disminuida, con la mente lúcida y el espíritu indomable que la han acompañado toda la vida. Muchas veces me ha confesado que está viviendo horas extra y que ya se quiere ir. Mi respuesta, siempre es la misma: El momento en que te vayas, no depende de ti y si Dios te tiene aquí, sus razones tendrá.

Para mí, es una alegría tenerla y oírla narrar los recuerdos de su vida…  Sólo puedo pensar que Cristina de la Parra, mi madre, vivirá siempre entre las mujeres que se atrevieron a soñar y que hicieron sus sueños realidad. 




Aquí dejo un álbum de bocetos realizados a partir de fotografías de modelos de CRIS, desde 1945 a 1985.

Agradezco profundamente a Maria Paz León Muente por la realización de los bocetos y a todas las personas que de alguna manera me ayudaron en la elaboración de este documento.